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No creo en Dios ni en el Diablo. Tampoco creo en las historias que, como verdades a ciegas, han trascendido los días de sus primeras formas, pasando de generación en generación, hasta llegar a nuestros días. Hablo, por supuesto, de las historias que se cuentan aquí y allá, en el norte y en el sur, en el este y en el oeste, sobre los fantasmas, sobre los espíritus errantes de los muertos, y de los demonios.

No creo en los primeros ni en los últimos, y si me preguntáis por los intermedios, sabed que me cuido mucho de andar por cementerios. Esto último es, sin lugar a dudas, el resultado de mi psicosis; simplemente no puedo caminar por esos lugares. ¿Alguien entre ustedes, estimados y estimadas, puede hacerlo? Es probable que no creáis en los espíritus. Y es probable, también, que os riais para vuestros adentros cuando escucháis alguna historia de miedo, suspense o terror. No os culpo. Yo también reí para mis adentros, alguna vez. Ya no más.

Lo que he visto, y, más certeramente, lo que he creído experimentar cuando era un niño, me ha llevado a respetar a quienes creen, porque sé, de una u otra manera, que hay un fundamento tras sus historias. ¿Por qué las contaron sino?

En este punto, mi situación se torna difícil.

Mi historia no es más que un recuerdo, o, más bien, la ilusión del mismo. ¿Cómo es que llegó allí? Es una pregunta recurrente, pero insignificante. Y cuando digo insignificante, digo que no vale la pena intentar esbozar una posible respuesta.

El recuerdo es lo que es, no intentemos cambiarlo.

Me aventuro a decir que tenía unos siete u ocho años de edad, y que, por la costumbre y el hábito de los primeros días de mi vida, acostumbraba pasar las vacaciones de invierno y de verano en el campo, con mis abuelos. Siéndoles sincero, los recuerdos más hermosos de mi vida encuentran su lugar en aquel pequeño espacio de mi existencia; cómo si la fuerza de esos buenos días, algunos muy lluviosos, saltando sobre las pozas, y otros muy soleados, corriendo sobre el campo, eclipsarán las demás vivencias, incluidos los desamores de la primavera…

Recuerdo las historias que me contaba mi abuelo de camino al monte; ‘el monte de los olivos’, le llamaba en ocasiones. Por supuesto, no conocía yo su significado, pero me entusiasmaba la idea de acompañarle en esa pequeña aventura, hacía un lugar cubierto de árboles e iluminado por la naturaleza.

Recuerdo también la vieja casa de madera. Había que subir una pequeña escalera, de tres o cuatro peldaños, para atravesar la gran puerta. La llamó así porque no era una puerta ordinaria, es decir, no era de madera. Era de otro material, aunque no recuerdo cuál. No importa. Cuando la puerta se abría, te encontrabas inmerso en la oscuridad de un pequeño corredor. Ahí se dejaban las parcas, los trajes de agua, las botas; y había también muchas otras cosas, una batería, por ejemplo, y otras tantas antigüedades que, por el hecho de no recordar sus nombres, no nombro.

Después de dar dos o tres pasos se habría un gran espacio en que confluían nuestra mesa, la estufa, la cocina y un largo sillón, bastante cómodo para descansar. Entre la mesa y el sillón, la estufa, y frente a la estufa, una vieja puerta de madera, con orificios por todos lados, que guiaba a un gran comedor, y ese comedor, a las habitaciones: dos, en total.

La noche en que todo ocurrió, me encontraba durmiendo en una de estas dos habitaciones. Recuerdo haber atravesado el gran comedor, y después la vieja puerta de madera; el fuego de la estufa alumbraba un poco el camino. No recuerdo haber encendido la luz; pero recuerdo haber visualizado su imagen iluminada en la pared. La imagen de Jesús, con su mirada triste y desviada, parecía observarme en medio de la oscuridad, y, al mismo tiempo, parecía exigirme algo, un no sé qué, que me angustiaba. Entonces el viento, en las afueras, comenzó a soplar con gran fuerza. La puerta, que no era de madera, comenzó a agitarse con desesperación; como si una fuerza descomunal estuviera a punto de forzarla, con la intención de permitir la entrada del temporal.

Tal vez eso me impulso a caminar en su dirección, en medio de la oscuridad. Pero, por alguna extraña razón, en vez de evitar su ingreso, apuntalándola con algún objeto, o con mi propio cuerpo, la dejé entrar. Yo abrí esa puerta…

Afuera, sólo había oscuridad.

No había ningún temporal, e incluso el ambiente que se percibía era cálido, acogedor.

Estoy seguro de que estaba a punto de cerrar la puerta cuando vislumbre, allá, sobre la tierra, una pequeña moneda; un objeto iluminado, que parecía destacar en medio de las sombras. Entonces me dispuse a bajar un escalón, y tomándome fuerte de la baranda busqué la forma de alcanzarla, estirándome. Y cuando estaba por lograr mi cometido, algo ocurrió. Esa pequeña moneda comenzó a expandirse, y cómo un torbellino de fuego iluminó los alrededores, al mismo tiempo que una fuerza, hasta aquel momento indescriptible, me jalaba hacia su interior. Tenía una gran fuerza, y, por alguna razón, me quería. ¿Por qué? No lo sé. Lo único que sé es que me sostuve con todas mis fuerzas, y, lentamente, casi a duras penas, subí el escalón, y cerré la puerta.

El recuerdo, o la ilusión de este recuerdo, siempre ha sido vivido. He sentido el calor alrededor de mi cuerpo, y también la angustia, oprimiendo mi pecho. Podría haber muerto. O tal vez no. ¿Quién sabe? Al final del día, seguirá formando parte de mis recuerdos, porque, de una u otra forma, fue real. ¿Si no lo fuera, permanecería aquí?

P. R. E.

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